Acuerdos. El país real rumbo a los Pactos de Mayo
La aceleración de encuentros horizontales entre gobernadores de diversas regiones y signos políticos abona la expectativa de acuerdos mayores, en torno a agendas que permitan superar las diferencias de posiciones que separan a la Nación de las provincias.
06-04-2024
A estas alturas, es ya evidente el fracaso de la estrategia de shock ensayada por el Gobierno para paliar su indigencia institucional. A cuatro meses de gobierno, está claro que la urgencia quedó atrás y que el énfasis en el supuesto éxito inicial de la política de shock no basta para que la justicia pueda dar curso a las pretensiones de necesidad que impone el actual régimen constitucional de la delegación legislativa.
De aquí en más, todo dependerá casi exclusivamente de las dosis de buena fe y sentido común que los diversos poderes públicos puedan empeñar en el esfuerzo.
Todos los actores -Presidente, Congreso, gobernadores, intendentes y jueces – gozan de idéntica legitimidad popular e identidad de investidura. Todos pueden y deben dialogar y poner lo mejor de sí, frente a una sociedad suspicaz, agotada e indignada con unos y con otros.
El interés, dice un principio general del derecho, es la medida de las acciones y de lo que precisamente se trata en una República es de que los intereses -naturales, múltiples y diversos- disciplinen a las pasiones y las ambiciones por legítimas y comprensibles que sean.
Los tiempos son cada vez más cortos y los logros iniciales apenas disimulan los obstáculos que se avecinan. La hora de los acuerdos ha llegado y la escueta retórica de la invitación inicial del Gobierno a los Pactos de Mayo sugiere la necesidad de definir una agenda mucho más concreta y efectiva.
En cuatro meses, la sociedad argentina ha demostrado hasta límites difíciles de imaginar su capacidad de sacrificio y su paciencia. Sin embargo, nadie puede negar que ese consenso -definido en realidad por la mera ausencia de disensos profundos- está condicionado por la calidad y profundidad de los acuerdos que se puedan alcanzar.
Una larga experiencia mundial en este tipo de políticas de concertación nacional demuestra que, para prosperar, el acuerdo no puede ser un mero contrato de adhesión. Tampoco puede ser un acuerdo unilateralmente condicionado por imposiciones extorsivas de consensos legislativos o aceptación forzada de políticas públicas opuestas a intereses fundamentales de las partes.
Se impone, en consecuencia, un esfuerzo honrado y genuino de agenda setting, sin fabulaciones ni excesos retóricos.
Está muy claro que, más allá de la retórica regeneracional inicial, los sujetos del posible Pacto no serán el Presidente y los gobernadores -una ficción novelada de los asesores mediáticos. El sujeto activo del Pacto es el país entero, con sus convergencias y divergencias. En estado de movilización y revolución profunda de necesidades y expectativas.
El Gobierno podrá provocar con las mil reformas del DNU 70/24 o las 3000 que anticipa una vez obtenidas las facultades delegadas o las 4000 que sumaría en una eventual victoria electoral con la que sueña en las próximas elecciones intermedias. Son sólo provocaciones. Cualquier funcionario sabe que no puede dar un paso y menos aún firmar expedientes o comprometer recursos sin afrontar gravísimas responsabilidades, similares a las que intentan imponer a quienes los precedieron.
El país real está en el aire y debe aterrizar cuanto antes. Con instituciones que funcionen y con un sistema político en pleno funcionamiento, capaz de generar confianza, entusiasmo, voluntad y trabajo.
Para superar el riesgo de muchas otras experiencias frustradas, los Pactos de Mayo no pueden aspirar a acuerdos de principio, en torno a valores, visiones ideológicas o reconstrucciones del pasado. Tampoco a visiones del futuro. En una sociedad secularizada, plural y en cambio permanente, es natural que existan diferencias profundas y que sean incluso irreconciliables.
Como hemos dicho muchas veces, una democracia, más que un régimen de acuerdos, es un sistema que permite convivir en condiciones de profundo, persistente e incluso definitivo desacuerdo.
Esta es la ventaja de la democracia por sobre cualquier otro régimen político, incluidas las repúblicas liberales imaginadas por nuestros constituyentes. Cabe recordar que en la etapa nacional entre 1880 y 1916, recordada estos días por algunos como un modelo a restaurar, la lógica no fue la de la inclusión nacional.
Las presidencias de Roca, Juárez Celman, Pellegrini, L. Sáenz Peña, Uriburu, Roca nuevamente, Quintana, Figueroa Alcorta, R. Sáenz Peña y De la Plaza están muy lejos de los parámetros que hoy se exigen a una democracia.
Fueron tiempos de fuerte centralismo republicano, con notable crecimiento económico y goce pleno de libertades civiles, pero con una política centralizada y excluyente. Los presidentes se arrogaron la facultad extra constitucional de nombrar o determinar a sus sucesores; el juego político quedó encerrado en el entorno de una fuerza política nacional hegemónica. Entre 1880 y 1916 fue una época de constantes intervenciones federales, cuarenta, frente a las 30 del periodo posterior de las presidencias de Alvear e Yrigoyen.
Este es el substrato político de la Argentina tradicional. Orden y Progreso. Abarca a todos los partidos, sin excepciones, y sigue alimentando una cultura política poco dispuesta a la concertación y el diálogo político. Una falla profunda que corroe al sistema político y lo condena a sismos constantes, producto del choque de verdaderas placas tectónicas reforzadas por la violencia institucional.
Es la Argentina que, sin embargo, vuelve a ser desbordada por las demandas de participación y transparencia de una sociedad que exige a las oligarquías políticas una actitud de enmienda profunda. La amenaza latente es clara: caer en el patrón dominante en el continente, de presidentes imbuidos de roles providenciales, que sobreviven apenas al bloqueo de las instituciones, en un juego de suma cero que paraliza al sistema político, en perjuicio de las nuevas oportunidades que ofrece un mundo en transformación.
Autor: (*) Analista político.